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Genética de la estupidez

04/11/2012

Isabel Molina

Si la formulación de algunas teorías científicas sólo alegran de verdad a unos pocos (porque los demás no acabamos de comprenderlas en toda su magnitud), me atrevería a decir que la formulación de la Teoría de las Inteligencias Múltiples en 1983 por Howard Gardner, hizo feliz a prácticamente todo el mundo.

Gardner desterró la idea predominante en aquel entonces de que existe una única inteligencia (actualmente muchos científicos discrepan de Gardner, estudios basados en el grosor de la corteza cerebral, apuestan por una única capacidad general, g) y afirmó que ésta podía dividirse en varias inteligencias como lógica-matemática; espacial; lingüística; musical; interpersonal; intrapersonal; naturalista e incluso existencial o filosófica.

Decía que esta teoría hizo feliz a casi todo el mundo porque suponía un bálsamo para cualquiera. Era difícil no destacar en algún área e implicaba que todos éramos inteligentes en algo. Y si le quitabas ese ‘en algo’, al final lo que quedaba era que todos éramos inteligentes. Aunque claro, un cosa es apreciar la inteligencia y otra medirla. Soy muy listo, de acuerdo, pero ¿más o menos que mi vecino?.

Han pasado muchos años desde aquella teoría, pero medir la inteligencia sigue siendo un reto para los investigadores. Muchos pensaron que con la revolución de la genómica, con el genoma humano encima de la mesa, podrían encontrarse los genes que hacen que uno sea más o menos inteligente… pero no. En palabras de la bióloga Janet Kwasniak, “lo que por el momento se ha encontrado son muchos genes que parecen tener un ligerísimo efecto sobre la inteligencia (disminuyéndola) pero ninguno cuyo efecto directo sea el de incrementar la inteligencia, al menos de forma apreciable”.

La forma de abordar esa complicada medición de la inteligencia podría ser la de estudiar las mutaciones de esos genes que parecen tener relación con la inteligencia. Pero habría que distinguir entre mutaciones selectivas que a lo largo de la evolución han permitido que los humanos nos distingamos como ‘seres inteligentes’, que no deberían variar entre una persona y otra, y aquellas mutaciones que distinguen a alguien más inteligente de otro que no lo es tanto.

Cerebro hecho con papiroflexia durante la jornada Comunicar la Neurociencia, Zaragoza.

Por eso, el investigador Kevin Mitchell propone darle la vuelta al asunto y buscar, no aquellas mutaciones que hacen a alguien más listo sino las que disminuyen la inteligencia de una persona. Sería algo así como indagar en la genética de la estupidez. Mitchell lo plantea como una sencilla cuestión de probabilidad: encontrar una mutación en un gen que se traduzca en un aumento de las capacidades es infinitamente más difícil que encontrar una que, o bien no tenga ningún efecto o que afecte negativamente.  Es decir, que si le quitas un par de tornillos al azar a una batidora, las probabilidades de que deje de funcionar son muchísimo más altas que las de encontrarnos con que de pronto bate a velocidad de vértigo. Suena interesante ver a dónde puede llevar esta nueva línea de investigación. Experimentos en los que, por una vez, tengamos que dejar nuestro ego a un lado para medir por qué somos más tontos que el de al lado.

Es cierto que en ocasiones al quitar uno de esos tornillos algunas capacidades intelectuales mejoran extraordinariamente. Podría ser el caso de los genios, prodigios que leen a Dostoievsky a los 4 años o tocan el piano como Mozart a los 6.  Lamentablemente no se conoce mucho sobre la genética de los superdotados y además en muchos casos estas supercapacidades están además relacionadas con patologías como Asperger, déficit de atención e hiperactividad o trastorno obsesivo-compulsivo, aunque no siempre se diagnostiquen.

En este Año Nacional de la Neurociencia, estamos descubriendo lo que ya se sabe del cerebro pero también lo mucho que queda por descubrir. El cerebro, lejos de ser un órgano estático, hecho de compartimentos separados, está continuamente cambiando, creando nuevas conexiones neuronales en todas las etapas de la vida, rellenando las huellas que dejan traumatismos y enfermedades en él, adaptándose a las nuevas circunstancias.

Parece difícil imaginar que un día podrá medirse la inteligencia como una magnitud exacta. La teoría de un gen-una característica no es válida casi nunca, y menos cuando se habla de inteligencia, sobre la que ni siquiera hay todavía un consenso sobre cómo definirla con exactitud, ni si se debe hablar de una única inteligencia o de diez.

Aunque lleguen a encontrarse respuestas satisfactorias estudiando la ‘genética de la estupidez’, siempre habrá un punto de subjetividad en cómo percibimos y valoramos la inteligencia: cuando a H., una niña prodigio, se le preguntó por qué cambiaba el violín, que tocaba maravillosamente bien con sólo 6 años, por el piano, todo el mundo esperaba una respuesta elaborada propia de adulto sabiondo.

Sin embargo H. , una niña muy lista, respondió sencillamente que “para estar sentada”.

¿Pan? De trigo, por favor

02/10/2012

Isabel Molina

Bailar, dice la RAE, es “el movimiento acompasado de brazos, cuerpo y pies”. Se presupone que voluntario y normalmente en compañía.

No tiene nada de especial; la humanidad lleva meciéndose al son de la música desde sus primerísimos orígenes. Pero ¿qué ocurre si el baile amable y festivo se convierte en una epidemia incontrolable que afecta a cientos de personas? Pies que no pueden o no saben parar, cuerpos exhaustos incapaces de hacer una pausa para comer.

¿Una plaga de baile?. Podría pensarse por un instante que nos movemos en el terreno de lo paranormal, pero el caso es que parece ser un episodio real de la historia de Europa, como cuenta en su libro el investigador John Waller, de la Universidad de Michigan. Según la documentación de la época (recogida por cronistas, monjes y físicos), durante los siglos XIV, XV y XVI, Europa contempló incrédula cómo poblaciones enteras parecían entrar en un trance bailongo, contagioso e imparable. Episodios de locura colectiva que fueron repitiéndose a lo largo de la cuenca del Rin.

Representación de una plaga de baile. Fuente: Wikicommons

Uno de ellos ocurrió en Estrasburgo, cuenta Waller, cuando una mujer comenzó un baile desenfrenado que duró varios días y al que acabaron sumándose más de 400 vecinos que se retorcían sin parar. Decenas de personas murieron bailando.

En plena Edad Media, si uno se ponía a bailar compulsivamente sólo podían existir dos razones: o bien era un hereje que se burlaba de la Santa Iglesia o estaba poseído por algún demonio (que para el caso también trataba de burlarse de lo más sagrado). En ambos casos, el afectado solía tener un triste final: la hoguera (también podía ser la horca) o cualquier otro castigo que terminara con una situación que la Iglesia no comprendía y que desde luego no toleraba.

Pero en los casos que Waller relata en su libro, ni siquiera la poderosa Iglesia pudo hacer nada (al ser tantas las personas afectadas), excepto contemplar atónita aquel baile de San Vito que en algún momento habría de acabar pero que acabó colándose en su propia casa cuando un grupo de monjas parecieron sufrir un trance similar que las llevó a subirse a los árboles mientras gritaban todo tipo de obscenidades. Al menos así lo cuentan los cronistas de la época.

Las razones de estos delirios parecen encontrarse en algo tan sencillo como el centeno, en concreto en aquel contaminado con un hongo, el cornezuelo del centeno o claviceps purpurea. Los señores feudales de la época (que no se dieron a este baile sin fin) comían pan hecho de trigo, pero las clases más humildes tenían que conformarse con el pan negro de centeno, frecuentemente contaminado por el cornezuelo. Entre las sustancias alcaloides derivadas de este hongo, está la ergotamina (esta intoxicación se conoce como ergotismo), precursora del conocido LSD y sustancia altamente alucinógena.

Cornezuelo del centeno, claviceps purpurea. Fuente: wikicommons

Los historiadores también coinciden en que el consumo de centeno contaminado pudo haber sido la causa que llevó al asesinato de varias mujeres acusadas de brujería en Estados Unidos ya en el siglo XVII, en los cinematográficos y bien conocidos Juicios de Salem. En una época marcada por fuertes creencias religiosas y el dominio por parte de las instituciones eclesiásticas, la sociedad era especialmente sensible a la superchería, la brujería y los demonios. No eran tiempos aquellos de búsqueda de razones médicas a estados a todas luces demoníacos.

Aunque existen referencias a la epilepsia desde la Antigüedad, durante siglos la tradición cristiana denominó a estos enfermos ‘lunaticus’ o ‘demoniacus’. Ya en el siglo XIX, Dostoievski contó su propia epilepsia a través del personaje Myshkin de su obra ‘El Idiota’. Un cercano testimonio de la incomprensión y la falta de tratamiento que sufrían los enfermos de epilepsia ya casi entrados en el siglo XX.

Pero si padecer algún tipo de epilepsia (una patología frecuente que afecta aproximadamente al 1-2% de la población) suponía un estigma y producía el rechazo social, no es difícil adivinar a qué debían enfrentarse personas con alguna enfermedad rara.

Aunque su descripción detallada como patología se produjo a finales del siglo XIX por el norteamericano George Huntington, la corea o enfermedad de Huntington también fue incluida en este grupo de enfermedades o intoxicaciones marcadas por el ‘baile de San Vito’ debido a los movimientos involuntarios y espasmódicos de quienes la padecen. Esta enfermedad neurodegenerativa, muy grave, afecta a las neuronas haciendo que se pierdan paulatinamente capacidades cognitivas y motoras. En el programa número 15 de Salud Biotec han hablado con José Ramón Naranjo, del CNB, uno de los investigadores españoles dedicado al estudio del Huntington que nos cuenta todo sobre esta enfermedad y adelanta algunos de sus últimos descubrimientos basados en la proteína DREAM. Investigaciones que pueden dar lugar a nuevos fármacos que mitiguen los daños irreversibles de esta enfermedad.

Brujas, demonios y pan en mal estado. Un menú difícil de digerir para aquellos que vivieron en la Edad Media (y épocas posteriores). Es seguro que muchos enfermos de Huntington, epilepsia o la corea de Sydenham, fueron castigados también por culpa de un baile desesperado que nadie de la época supo interpretar.

La pluma que invadió Nueva York

15/09/2012

Isabel Molina

Un ornitólogo escribió que los estorninos no hacen nada con moderación: se instalan en cualquier rincón desplazando a quién se interponga en su camino, se reproducen con facilidad pasmosa hasta en las condiciones climatológicas más extremas, devoran frutales y campos enteros de trigo y cantan (según la mayoría de los neoyorkinos, hacen ruido) todo el día.

Pero si se habla de esta falta de moderación, virtud humana, realmente de quién viene al caso hablar es del responsable de la introducción del estornino europeo en Norteamércia, Eugene Schieffelin, un fabricante de medicamentos que a finales del siglo XIX tuvo la romántica idea de introducir en su país todas las especies de pájaros que aparecen en las obras de Shakespeare.

Pardillos, pinzones, ruiseñores o alondras. Estos son sólo algunos de los pájaros que cantan en los versos de Shakespeare y  que Schieffelin se propuso llevar a América.
Tenía el respaldo de la Sociedad Americana de Aclimatación, un grupo de naturalistas y zoólogos creado en esa época que quiso introducir flora y fauna de Europa en Norteamérica por razones económicas y culturales. Como si de cromos se tratara, defendían el intercambio de especies entre continentes como una forma de enriquecimiento global. En aquella época aún no se hablaba de ‘especies invasoras’ y nadie pensó que a largo plazo su idea pudiera resultar un grave problema.

Nube de estorninos. Fotografía de Walter Baxter, Wikicommons.

Pero pocos años antes de la creación de esta sociedad, grupos de naturalistas y vecinos de Nueva York ya habían introducido en Central Park otras aves venidas de Europa, como el gorrión y la alondra, para embellecer la ciudad. Los primeros se reprodujeron con tal rapidez que bien podían haberse convertido en extras de la película de Hitchcock de haber tenido un ‘rostro’ menos amable; a las poéticas alondras no les convenció el bullicioso Manhattan y pronto se mudaron a Brooklyn.

Los intentos de Schieffelin se quedaron afortunadamente a medias. Muchas de las aves que importó desde Europa no encontraron su lugar al otro lado del océano y no proliferaron. No así el estornino, que con su enorme capacidad de adaptación pronto tiñó de negro plata el cielo americano, desde Alaska hasta Nuevo México. Es por ello que estos pájaros engrosan hoy la lista de las especies invasoras más dañinas del mundo. Animales, hongos y plantas que causan un grave desequilibrio en el ecosistema en el que son introducidos, transmitiendo enfermedades, diezmando los cultivos o acabando con otras especies.

La moda en España de tener en casa animales exóticos empieza a tener también sus consecuencias desastrosas. A muchos (no es mi caso) les entusiasma tener en casa serpientes africanas, tarántulas, ranas de Brasil, camaleones o escorpiones. El problema llega cuando uno se da cuenta de que viajar con una serpiente resulta difícil o que un mordisco de un mapache puede no ser lo mejor para su hijo. Entonces llega el abandono y algunas de estas especies pueden llegar a proliferar en su nuevo entorno arrasando la flora y la fauna autóctonas o perjudicando gravemente la agricultura local.

En el Congreso Mundial de la Naturaleza que está teniendo lugar en la isla coreana de Jeju se ha hecho pública la nueva lista de las 100 especies más amenazadas del planeta, muchas de ellas en peligro de extinción a causa de especies invasoras que un día emigraron de forma forzosa debido al tráfico de mascotas, al introducirse por accidente en barcos, porque se importaron para su uso contra plagas de otros animales o simplemente por las ideas estrafalarias de un farmacéutico que leía a Shakespeare.

 

Minuciosamente humanos

10/09/2012

Isabel Molina

La reciente publicación del papel fundamental del ADN llamado ‘basura’ (porque no contiene genes que den lugar a proteínas) en la genética humana ha dado la vuelta a la idea que durante años se tuvo sobre el ADN: que era una molécula formada por regiones que constituyen los genes (un 2% aproximadamente) que realizan su función a través de proteínas, y con un 98% de material inservible.

El proyecto de análisis de este ADN supuestamente inútil, llamado Encode ( Enciclopedia de Elementos del ADN), ha reunido durante años una cantidad ingente de datos sobre la localización y función de miles de estas regiones de material genético, que lejos de ser basura genética, se ha descubierto que es esencial para el correcto funcionamiento del organismo.

Ahora bien, los científicos coinciden en que se tardará años, probablemente décadas, en traducir esta enorme cantidad de datos acumulados en un conocimiento real de su implicación en la genética humana. Aún así, el optimismo es generalizado, cada vez se ve más cerca la medicina personalizada y ya puede decirse que sin todo ese material genético en apariencia desechable, no seríamos lo que somos.

¿Y qué somos?
La investigación con células madre en las últimas décadas se ha convertido en la promesa futura que acabará por contarnos un día por qué somos así, si no filosóficamente, al menos sí biológicamente.
A esta cuestión se dedican biólogos y genetistas del desarrollo de todo el mundo. Entre todos tratan de desentrañar todos los mecanismos moleculares que gobiernan a estas células e intentan contestar algunas preguntas aún sin respuestas completamente satisfactorias. ¿Cómo, a partir de una única célula, pueden obtenerse hasta 200 tipos de células distintas? ¿cómo su ‘programación’ puede hacer que se complete un ser humano con sus órganos y tejidos perfectamente organizados? ¿por qué hay animales, como el axolotl (ajolote), capaces de autorregenerar extremidades completamente funcionales que habían perdido?

Medicina regenerativa
El axolotl tiene nombre azteca y, de hecho, es una especie de anfibio endémica de México. Quizás nadie describió a estas extrañas criaturas con tanto detalle y cuidado como Julio Cortázar en su cuento ‘Axolotl’: “Vi un cuerpecito rosado y como translúcido [ ], semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria [ ]. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas”.

El boom de las células madre hizo pensar durante un tiempo que estábamos a un paso de conseguir regenerar todo tipo de tejidos y órganos completos, pero la ciencia necesita su tiempo. En el laboratorio de Juan Carlos Izpisúa investigan los mecanismos que gobiernan la autorregeneración del axolotl, y aunque los avances en el trabajo con células madre han sido muchos,  aún estamos lejos de adquirir capacidades que sólo algunos elegidos como este bello animal, poseen.

La madre de todas las células
No hay un único tipo de célula madre: las hay que pueden dar lugar a todos los tipos celulares del organismo, como las embrionarias. Otras, las células madre adultas, se encuentran en tejidos específicos y se diferencian a ese tipo celular particular. Y algunas como las de cordón umbilical pueden producir todo un linaje celular, el sanguíneo, además de otros tipos celulares como neuronas o hepatocitos.

Células embrionarias de ratón. Imagen: Nacho del Valle, investigador del Instituto Max-Planck

Éstas últimas llevan años usándose para el tratamiento de patologías de la sangre, como las leucemias. De ahí que hayan proliferado los bancos de cordón umbilical privados y los padres decidan invertir en congelar los cordones de sus hijos para posibles y futuras patologías. En realidad hoy en día son muy escasas las probabilidades de que un niño enfermo pueda tratarse con sus propias células de cordón, ya que normalmente éstas también están enfermas, aunque existe algún caso de autotransplante. Es más frecuente que se usen las células de cordón congeladas de un hermano sano, que precisamente por no ser idénticas, resultan más eficaces. Muchos investigadores defienden los bancos públicos de cordón por esta probabilidad tan baja de usar uno propio, y añaden que así todo el mundo puede beneficiarse de estos tratamientos. En el programa de Saludbiotec12 nos aclaran este tema.

Lo cierto es que la sociedad ha acogido a las células madre con naturalidad y entusiasmo. Raro es el día en que no encontramos en los periódicos alguna nueva noticia sobre estas células: desde que se han conseguido obtener neuronas a partir de células madre de cordón umbilical hasta que lo último en tratamiento de patologías de rodilla es la utilización de células madre. Incluso algunos, aprovechando el tirón de investigaciones realmente serias, se han apuntado a esta ‘moda’ sacando al mercado una crema antiarrugas con células madre de manzana que promete devolvernos la belleza original de Eva. Ahí es nada.

La fórmula preferida del profesor

27/08/2012

Isabel Molina

Estas vacaciones he aprendido que además de números primos, hay números amigos, números perfectos o fórmulas matemáticas que pueden ser bellas, como aquel binomio que nos acercó Pessoa o esa fórmula que el profesor prefiere por encima de las demás.

El profesor no es sino el personaje más entrañable que he conocido este verano a través de las páginas del libro de la escritora japonesa Yoko Ogawa, ‘La fórmula preferida del profesor’.

El libro, de una gran ternura y sencillez, cuenta la amistad que surge entre un viejo profesor con amnesia y una asistenta y su hijo. El gran descubrimiento es que Ogawa consigue emocionar al lector apoyándose en las matemáticas, en la belleza de los números.

Identidad de Euler

Y es que además de descubrir con ilusión casi infantil que los números 220 y 284 son números amigos porque la suma de los divisores de 220 es igual a 284 y viceversa, el libro nos acerca también a la realidad de alguien que no es capaz de recordar más allá de 80 minutos tras un accidente que detiene sus recuerdos en 1975. Y cómo pueden construirse las relaciones personales a partir de esa nueva realidad, en la que un posit en la solapa de una vieja chaqueta recuerda dolorosamente: ‘mi memoria sólo dura 80 minutos’.

Al pensar en literatura, matemáticas y memoria, he recordado a Borges, en cuyos cuentos están muy presentes algunos conceptos matemáticos y filosóficos como el infinito, que aparece en ‘Las ruinas circulares’ o en ‘El Aleph’, y  ‘Funes el memorioso’, donde el problema del protagonista es precisamente el contrario al del profesor, Funes recuerda cada imagen que pasa por su retina, en palabras de Borges: “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente).

Pero quizás en Borges las matemáticas brotan en su expresión más abstracta, una concepción que más que explicar siembra en el lector la incertidumbre de no saber, el misterio que arrastran o la imposibilidad de comprender.  Un lenguaje el de Borges que según algunos es en sí lógico y matemático.

Sin embargo al terminar ‘La fórmula preferida del profesor’, uno tiene la sensación de que ha descubierto una verdad sencilla que estaba ahí pero que nadie nos había contado nunca. Y al cerrar el libro comienza un juego que aún me persigue: fijarme en un número impreso en cualquier puerta o en un teléfono para intentar descubrir si es un número primo, perfecto o sencillamente, amigo.

La impresión de la ciencia

10/07/2012

Isabel Molina

Sus dibujos son de una delicadeza extrema, detallistas y sugerentes. Además de retratar fielmente las poblaciones neuronales del cerebelo o cómo las fibras trepadoras abrazan a las dendritas de las células de Purkinje, la mano artística de Santiago Ramón y Cajal consiguió que uno pudiera admirar sus ilustraciones más allá del punto de vista puramente anatómico. Sus dibujos le ayudaban a entender lo que veía a través del microscopio, dándole la posibilidad de imaginar que no era un tejido muerto y fijado en una placa, sino algo vivo que era así por alguna razón que era necesario descubrir.

Células y fibras del cerebelo descritas y dibujadas por Cajal. Con permiso del Instituto Cajal

En el último siglo los científicos han dejado a un lado el lápiz y se ayudan del tremendo avance de la tecnología de la imagen: microscopios y telescopios, escáneres, resonancias, satélites o microcámaras que muestran el interior del cuerpo humano, incluso impresoras 3D. Nunca antes se tuvo tanta información visual en las investigaciones (salvo excepciones, porque Cajal pintó miles de ilustraciones de sus trabajos. Unas 2000 están en el Instituto Cajal, del CSIC).

Pero a pesar de estar viviendo en la era de la fotografía científica, muchos artistas no han dejado de pintar la ciencia y la naturaleza. Hace no mucho se subastaba el que se ha convertido en el libro más caro de la historia, que no es uno de Shakespeare, sino ‘Aves de América’, un inmenso y fiel catálogo de la fauna que sobrevolaba América a finales del siglo XIX. Un libro de acuarelas en su mayoría, compuesto por 435 láminas de 1.065 aves de 489 especies de todo el continente que pintó John James Audubon.

Pelecanus erythrorhynchos y rascón real. John J. Audubon. Dominio público

Los ilustradores cuentan lo que nos rodea a golpe de pincel y ponen sobre lienzo aquello que otros sólo pueden contar con datos o palabras más o menos exactos. Sus dibujos son una bonita fusión entre ciencia y arte y nos enseñan la anatomía de un murciélago, el brillante caparazón de un escarabajo o el esqueleto de un dinosaurio tal y como murió hace millones de años. Retratos que no siempre tienen la pretensión de contar la ciencia pero que igualmente nos acercan al mundo natural, la paleontología o la astronomía. Porque conviene distinguir a los ilustradores cuyo arte no pretende contar ciencia aunque la retraten, de aquellos (científicos en su mayoría) que sí tienen esa vocación.

Lucia Carina Osorio Antunes, 2011© y Meg Sodano, 2012©. Con el permiso de Guild of Nature Science Illustrators

Los dibujos de Cajal que acompañaban a sus investigaciones, eran tomados por otros científicos como ilustraciones artísticas que poco tenían que ver con la realidad de lo descubierto. Pero años después el mundo científico sigue asombrándose con la minuciosa descripción del sistema nervioso que hay en esos dibujos, que lejos de ser estáticos hacen imaginar el cerebro en movimiento. Muestran las conexiones entre células, la arquitectura y organización de todas las estructuras cerebrales, los detalles anatómicos que hoy son una certeza y que han sido confirmados con otros medios. Fue una suerte para el desarrollo de la neurociencia que en Cajal coincidieran a la vez un científico brillante y un gran dibujante.

Tipos celulares de las capas superiores de la corteza cerebral. Con permiso del Instituto Cajal, CSIC.

Pero a pesar de la indudable belleza, las dos dimensiones no son a veces científicamente suficientes excepto para cerebros privilegiados como el de Ramón y Cajal, que supo ver donde los demás no lo hacían. En los últimos años la revelación ha venido de la mano de la impresión en 3D: crear formas con volumen a partir de modelos creados por ordenador.

Hasta hace poco esta herramienta se usaba exclusivamente en la fabricación de algunas piezas especiales debido a su enorme coste. Pero cada vez más los centros de investigación están incluyendo estas máquinas en sus investigaciones porque muestran lo que en una fotografía o un en escáner no se ve (como canales proteícos que pueden tener una función biológica), además de tener un gran valor didáctico. Ya no es raro ver a paleontólogos y arqueólogos con sus fósiles o huesos, recién impresos con absoluta precisión, debajo del brazo o biólogos que viajan con sus estructuras de polímeros en 3D que muestran la unión entre dos proteínas. Y aunque pasemos de la sutil sugerencia de algunas ilustraciones al más sólido (y palpable) realismo, muchas de estas piezas son auténticas obras de arte también.

Proceso de impresión y modelo 3D de un virus. Por cortesía de Adam Gardner, The Scripps Research Institute.

En pocos años probablemente asistamos a una nueva revolución tecnológica con esa cercana posibilidad de imprimir casi cualquier objeto que queramos. Es más, ya existen compañías que se dedican a ‘bioimprimir’ tejidos vivos a partir del tipo celular que se quiera. A partir de células primarias la bioimpresora genera un tejido viable biológicamente. Las aplicaciones más inmediatas ya están en marcha: estudiar cómo se comporta una célula rodeada enteramente por otras sin necesidad de modelos animales o ensayar fármacos directamente sobre el tejido. Tejido humano funcional a la carta.

Ya sea en papel, a carboncillo, en color o en blanco y negro, más o menos artístico e incluso en 3 dimensiones, queda patente que la ciencia ha necesitado y necesitará de ese apoyo visual imprescindible para contar y entender sus descubrimientos. Como el recién descubierto bosón de Higgs… una de esas noticias de la que todos nos alegramos pero que muy pocos consiguen entender a pesar de que grandes divulgadores de la ciencia la han tratado de contar.

Tal vez sea necesario para comprender un poco más, que alguien ilustre (o imprima) con mano experta ese escurridizo bosón que no se ve pero que sin embargo, se mueve.

*Referencias: http://www.nature.com/news/science-in-three-dimensions-the-print-revolution-1.10939

Guild of Nature Science Illustrators: http://www.gnsi.science-art.com/2012GA/

The Scripps Research Institute: http://www.scripps.edu/

El marrón es el color que mejor sienta

25/06/2012

Isabel Molina

Con la llegada del verano, comienza para muchos la locura anti-grasa. Es hora de quitarse la ropa y con el striptease necesario llega la evidencia de que nuestros cuerpos no son tan esbeltos como la ilusión del invierno y las muchas capas de ropa, nos habían hecho creer.

A pesar de que todos conocemos la mejor dieta: comer sano y variado y hacer ejercicio, el mundo espera en secreto ese descubrimiento científico definitivo que nos permita ser delgados y vagos a la vez.

Aunque se sabe desde hace años que existen dos tipos de grasa, la blanca (la de los michelines) y la parda o marrón (un tipo de tejido adiposo que quema calorías en lugar de almacenarlas y que es esencial en los bebés), se creía que en la edad adulta la grasa parda desaparecía o tenía un papel insignificante. Pero recientemente se descubrió la capacidad de la grasa para cambiar de color: del blanco poco saludable a ese marrón quemagrasas.

En el último programa de Saludbiotec, el investigador Francesc Villarroya, que dirige el grupo de biología molecular de las proteínas mitocondriales en la universidad de Barcelona, nos habla del último descubrimiento en torno a esta grasa parda: una nueva hormona llamada irisina que es capaz de transformar un tejido adiposo en otro.

Lo bueno que tiene la irisina es que nuestro propio cuerpo es capaz de producirla, no es un fármaco. Lo malo para muchos, que parece que sólo se produce al hacer ejercicio. Los beneficios de la actividad física se conocen desde hace años, pero siempre se había pensado que era porque aumenta el ritmo metabólico y se queman calorías. Ahora se sabe que también cuando el tejido muscular produce esa hormona, se favorece el ansiado cambio de color de la grasa. El estudio llevado a cabo en ratones, demostró que un leve aumento de esta hormona en sangre, producía un gasto energético mucho mayor a pesar de que no hubiera cambios en la ingesta de comida y en el ejercicio.

Pero más allá de ese problema puramente estético que preocupa a muchos, la obesidad se está convirtiendo en uno de los grandes problemas de salud de este siglo. Según datos de la Organización Mundial de la Salud, en el año 2008 había en todo el mundo 1200 millones de obesos adultos. Las enfermedades asociadas al sobrepeso (problemas cardiovasculares, diabetes u osteoartritis) suponen un grave problema y un coste sanitario inmenso, de forma que empieza a resultar imprescindible encontrar soluciones. La OMS alerta de que incluso en países en vías de desarrollo empiezan a convivir la desnutrición y la obesidad, sobre todo en el entorno urbano. Como ejemplo de esta paradoja: de los 40 millones de niños menores de 5 años con sobrepeso, 35 son de países en desarrollo. Zonas muy deprimidas en las que cuando se alcanza un mínimo poder adquisitivo se tiene alcance a la comida basura: barata y con un alto poder calórico. Y es que comer sano es caro.

Villarroya es cauto a la hora de hablar del uso de la irisina para tratar la obesidad en humanos, ya que al ser una proteína no podría administrarse por vía oral sino que tendría que usarse como por ejemplo la insulina en los diabéticos, que se inyecta.  Y aunque es pronto para hablar de un tratamiento real, el investigador afirma que empiezan a ser necesarios fármacos para detener esta enfermedad, ya que se encuentran con millones de personas obesas a las que prácticamente lo único que se les puede recomendar es dieta y ejercicio. Y no todos están en condiciones de hacerlo.

Las investigaciones seguirán por la vía de estudiar en profundidad la ruta bioquímica que desencadena esta hormona e investigar posibles fármacos derivados de ella.  Así que parece que mientras llega ese definitivo milagro antigrasa, tendremos que ejercitar nuestra fuerza de voluntad (enclenque en muchos casos) o aferrarnos a la creencia popular de que de noche, al menos, todas las grasas son pardas.

El derecho a sentirse mal

14/06/2012

Isabel Molina

Cuentan que una visita que le hizo a su mujer en un sanatorio en el que estaba siendo tratada de una infección pulmonar, le inspiró un cuento corto. Pero lo cierto es que finalmente Thomas Mann escribió una novela de 700 páginas y más adelante recibió el premio Nobel.

Muchos escritores han encontrado a lo largo de la historia de la literatura un refugio, alivio o inspiración en la enfermedad. Un lugar desde el que se han permitido reflexionar sobre la muerte o los conflictos de la época, a través del cual han podido trazar una radiografía de la sociedad del momento…pero siempre con el escenario de la enfermedad, ya sea individual o colectiva, de fondo. O a veces, como es el caso de la novela ‘Todo esto para qué’, en un absoluto primer plano.

La tuberculosis le dio a Mann la ‘excusa’ para contar la realidad social, intelectual y filosófica de su época. Qué mejor manera de justificar las largas horas de conversaciones eternas y profundas de sus protagonistas que enmarcándolas en el ritmo lento y enfermizo de un sanatorio de tuberculosos.

Pero si en el siglo pasado fueron las plagas como la peste, o la tuberculosis las que inspiraron a algunos escritores, la enfermedad de este siglo es sin duda el cáncer, que ya empieza a tener su propia y cada vez mayor, biblioteca de ficción: el cáncer como punto de inflexión y cicatriz personal que permite al protagonista dar un giro inesperado a su vida; historias en las que la amargura y tristeza producidas por la enfermedad encuentran consuelo y calma donde nunca antes se hubiera buscado; también relatos surrealistas, tiernos y poéticos como el de Boris Vian, que nos contó el cáncer (sin nombrarlo), como un nenúfar creciendo dentro de un pulmón.

Ahora bien, el planteamiento de Lionel Shriver en ‘Todo esto para qué’ no es precisamente poético. Ni reposado o reflexivo. Esta novela rezuma humor, rabia y sinceridad y se atreve a plantear el cáncer en términos poco frecuentes.

Uno de ellos, cuánto cuesta tener cáncer. Sí. Cuánto cuesta no en dolor, sufrimiento y coste emocional, sino su precio en dólares en el marco de un sistema sanitario como el de Estados Unidos (país que sin duda no es ni será, el único). Países en los que es necesario contar con carísimos seguros médicos en los que se hace imprescindible leer la letra pequeña, ya que no cubren determinadas situaciones médicas. Un coste sanitario abrumador. Pero ¿quién piensa en dinero cuando la vida de alguien a quién se quiere está en juego?. Un planteamiento duro sí, pero con cifras concretas que inician cada capítulo de la novela: los dólares de la cuenta corriente de Shep Knacker, que van disminuyendo al ritmo al que se apaga la vida de su mujer.

Mientras vamos descubriendo las marcas emocionales y personales que va dejando el cáncer a su paso por la vida de los Knacker, surge otro interesante camino por el que nos lleva Shriver: la reivindicación del derecho del enfermo a sentirse mal.

El vocabulario que rodea al cáncer parece a veces más propio de un conflicto armado que de una enfermedad que se padece, se sufre, se vive, en la que se sobrevive o se muere, como en tantas otras. Batalla, lucha, vencer, combatir, pelear... Es constante el uso que se hace de este lenguaje bélico, y que curiosamente exige al mismo tiempo optimismo, fuerza, ánimos e incluso una sonrisa. Y nadie va a la guerra tan contento.

La autora, a través de unos personajes muy bien construidos, critica esa imposición social de lucha y optimismo que muchos enfermos sencillamente no son capaces de acatar, lo que crea en ellos frustración, tristeza e incluso culpa por no estar haciendo todo lo posible por ‘vencer al cáncer’. La decepción de una derrota cuando ni siquiera ha habido guerra.

Sentirse animado tiene un indudable efecto positivo en una persona enferma: estará más dispuesta a seguir el tratamiento, su dolor será más llevadero y en definitiva, estando enfermo o sano, la alegría siempre produce bienestar. Pero, ¿y si uno no quiere luchar porque sabe que no puede influir en el curso de la enfermedad?, ¿y si se siente tan mal que no sólo no sonríe sino que es desagradable consigo mismo y con todo el mundo a su alrededor?. En este mismo sentido está surgiendo un movimiento anti-rosa de mujeres con cáncer de mama que rechazan que su dolencia se haya teñido de rosa, que no apuestan por esa forzada normalización de la enfermedad. Mujeres que quieren curarse, por supuesto, pero que no quieren oír que deberían sentirse igual de guapas y femeninas tras sus mastectomías o sesiones de quimio. Su lema: ‘no es normal, es horrible’.

Lionel Shriver no recibirá el Nobel por esta novela que le inspiró una amiga con cáncer, pero es un libro muy interesante en sus planteamientos, sincero, con sentido del humor y que pone una mirada diferente sobre la que es la enfermedad de nuestro tiempo. Y al igual que una vez las páginas de los libros respiraron al ritmo del asma o enfermaron de tuberculosis y cólera, es seguro que cada vez encontraremos más autores que encuentren su refugio de ficción en el cáncer.

*Enlaces: SaludBiotec

Comerse una manzana dos veces por semana

30/05/2012

Isabel Molina

Hace un año Michael Snyder, investigador de la universidad de Standford, era un tipo sano (al menos él se sentía así) que iba cada día con su mochila en bicicleta a su laboratorio en el Centro de Genómica y Medicina Personalizada.

Un año después, Snyder sigue sintiéndose igual de sano, pero ahora sabe que tiene riesgo de padecer una enfermedad coronaria, de desarrollar hipertrigliceridemia, diabetes y un carcinoma de células basales. Y el pobre se creía sano…

Son algunos de los resultados (o consecuencias, según se mire) del mayor experimento de medicina personalizada que se ha hecho hasta la fecha, y trata de demostrar que con las tecnologías actuales se puede analizar casi todo lo imaginable en un persona, desde su genoma hasta en qué momentos su cuerpo produce determinadas proteínas, la predisposición a determinadas patologías, la longitud de sus telómeros (un indicador de edad biológica de las células) o cómo influye en él una leve infección vírica.

A muchos nos parecerá que esto es sencillamente demasiada información, pero la nueva medicina hace tiempo que tiende a la personalización…. de tratamientos contra el cáncer, de análisis de los genomas de varias enfermedades. Es el futuro, y Snyder ya lo ha vivido en sus propias carnes.

Y como nos cuentan los compañeros del programa ‘Todo es química 7’, en esta nueva línea ‘personalizadora’ se encuentra también la foodómica.

¿Foo..qué?. La palabra suena extraña, sí. Pero si se coloca un guión hábilmente,  food-ómica,  empieza a cobrar cierto sentido.

Food, de comida en inglés, claro está, y el sufijo ómica, que proviene del griego (ω-μα ) –oma (conjunto o estructura biológica) y que la ciencia se ha apropiado para referirse al estudio en profundidad de sus distintas ramas. Es decir, que la foodómica sería el estudio de todo aquello relacionado con los alimentos y su efecto en las personas.

Foto de Altea Moreno

El científico del CIAL Alejandro Cifuentes es uno de los pocos investigadores en el mundo que se dedica a esta disciplina que según sus propias palabras “estudia la comida y la nutrición a través de la aplicación de tecnologías ómicas (proteómica, genómica o nutrigenómica) para así mejorar el bienestar del consumidor, su salud y su confianza”.

¿Pero los alimentos no se analizaban ya?. Sí, pero la foodómica pretende ir más allá utilizando la cantidad de información que se obtiene a través de las otras ómicas. Unirlo todo para llegar a conocer los alimentos de una forma exhaustiva. ¿Y para qué?. Por una cuestión de calidad, para evitar enfermedades, conocer la relación entre nuestros genes y lo que comemos, analizar los nuevos alimentos transgénicos que entran en el mercado, descubrir trazas de compuestos tóxicos…  en definitiva, tener una base de datos con las ‘huellas dactilares’ de todos los compuestos que se encuentran en cada alimento que nos llevamos a la boca.

Algunas de estas ómicas, como la nutrigenómica, van dando sus frutos y ya se conocen sus potenciales beneficios en enfermedades crónicas como el Crohn, en el que el propio sistema inmune de la persona produce inflamación en el intestino.

El objetivo último de la foodómica es la dieta personalizada, esa que, con la ciencia en la mano, nos diga de forma individualizada qué es lo mejor para nuestra salud.

Esta tendencia a conocer nuestro cuerpo con tanto detalle produce cierto vértigo, porque lo cierto es que estos análisis exhaustivos nunca nos dicen que somos estupendos, que tenemos un talento especial para pintar que no sabíamos, que podríamos nadar tan bien como Phelps o hacer integrales dificilísimas mientras nos duchamos.

Joaquín Sabina cantaba que no quería ‘comerse una manzana dos veces por semana sin ganas de comer’.  Y a mí me pasa algo parecido.

No es que no crea en los beneficios de la personalización de nuestra salud (por ejemplo identificar los tratamientos realmente eficaces para cada paciente y con menos efectos secundarios), pero también pienso que puede llegar un día en el que tendremos que cargar con demasiadas certezas en la mochila (qué enfermedades vamos a sufrir, qué alimentos no podremos ni tocar o cómo tendremos que actuar para huir de la enfermedad). Esa mochila que ahora a Snyder seguro que le pesa un poquito más cuando va (y vuelve, porque ahora hace más ejercicio) en bicicleta al laboratorio.

Bienvenido, míster Bisonte

14/05/2012

Isabel Molina

Hace dos años los 180 habitantes del pequeño pueblo palentino San Cebrián de Mudá esperaban emocionados la llegada de unos visitantes de lo más especiales. Las campanas sonaban para recibir ni más ni menos que a un grupo de 7 bisontes llegados desde la lejana Polonia para establecerse en la Montaña Palentina. Tal recibimiento dio sus frutos y los bisontes no pasaron de largo como el señor Marshall. Venían para quedarse.

Pomilka, Podesta, Karagana, Kastorama, Polenca, Plawen y Podpas (5 hembras y 2 machos) pronto se sintieron como en casa y dos años después parece que la manada está adaptada, ya tiene 8 miembros y se espera que siga creciendo.

Recuperar un animal desaparecido de nuestras montañas hace más de 1000 años podría parecer ciencia ficción, pero en el pueblo decidieron que podría ser una buena manera de revivir una zona cada vez menos habitada desde el cese de la actividad minera.

Hasta mediados del siglo XX, los únicos bisontes que podían verse en España eran los de las cajetillas de tabaco. Con la llegada de la televisión vinieron las películas del lejano oeste y con ellas las imágenes de grandes manadas de búfalos (bisonte americano). Pero a pesar de que este animal aún sobrevive y sigue luchando contra la extinción (quedan 4000 individuos), sigue asociándose hoy a épocas mucho más lejanas, como el Paleolítico, cuando ya se pintaban bisontes en las paredes de cuevas como las de Altamira.

Sin embargo en el ‘lejano este’ aún existen algunas reservas de este gran herbívoro, el bison bonasus o bisonte europeo. Un animal tremendamente fuerte pero pacífico, gran devorador de hierba y que después de mil años ha vuelto al que una vez fue su territorio.

El proyecto de recuperación de esta especie no ha hecho más que comenzar. Ya está en marcha un plan mucho más ambicioso: crear un Parque del Cuaternario en el que uno pueda sentir durante un rato cómo se vivía, se cazaba y se convivía con el entorno natural hace millones de años. Bisontes sí, pero también se espera la inminente llegada de onagros (burros salvajes) y caballos salvajes originarios de Mongolia (Przwalski).

Esta iniciativa de desarrollo rural única, tiene encantados a los habitantes de la zona. Creen que es una manera de crear oportunidades para que los jóvenes vuelvan a habitar la zona y que los que aún quedan no se vayan.  El alcalde de San Cebrián afirma que los bisontes no les han traído más que cosas buenas: aumento del turismo, protección frente a los incendios de los bosques (ya que comen hasta 5 kilos diarios de zarzas, ramas y hierbas) y sin duda la oportunidad única de encontrarse un día frente a frente con un animal prehistórico, la unión entre el pasado más remoto y el futuro. Un eslabón casi perdido ahora recuperado.